Es entendible que la élite política, económica y social del país no asimile el razonamiento del votante mexicano. Llevan décadas disociados de la mayoría de los ciudadanos. “¿Cómo es posible que los mexiquenses sean tan idiotas para votar por una corrupta consumada?” es parte de la conversación en los principales comedores políticos de la capital del país a unas horas del descalabro del PRI luego de 94 años de hegemonía en el histórico semillero.

“Los que votaron por Morena merecen el infierno que les espera”, sentencian. Aquellos que se asumen “demócratas” escriben furibundos en redes sociales sobre cómo el abstencionismo refleja la poca cultura cívica y compromiso con su país y su descendencia. “Si no son capaces de salir a votar, tampoco tienen derecho a quejarse”

El peligroso reduccionismo abre la puerta a mensajes mucho más violentos que se han asomado sobre otras entidades emproblemadas y gobernadas por el partido guinda, como lo son Zacatecas o Veracruz. “Si los matan o los secuestran, es su culpa. Por eso votaron”. “Son unos nacos que tienen el gobierno que merecen”, es posible leer desde en cuentas de Twitter.

Más allá de la abyección del gobernador Alfredo del Mazo frente al presidente Andrés Manuel López Obrador enmarcada por el incentivo de no pisar la cárcel como consecuencia de un rosario de corruptelas, lo que ocurrió en Estado de México puede extrapolarse a un fenómeno nacional que no es sino una continuación del hartazgo de la mayoría de la población y mismo que ayuda a consolidar las variables sobre las cuales se dará la contienda en 2024.

Los votantes no son idiotas, simplemente su razonamiento ha cambiado en función de su contexto y sus necesidades, cada vez más complejas. Uno de los principales motivos que minan la democracia, lo refiere el politólogo estadounidense Yascha Mounk en su libro The people vs democracy, es la desigualdad.

En los nuevos términos, el votante mexicano está cada vez más consciente de que su voto no modifica su vida. Dejó de ser relevante porque ha observado cómo por generaciones la movilidad social se consolidó como una falacia que los mantiene oprimidos. La sentencia de quien nace pobre muere pobre es objetivamente real y aplica también para aquella minoría adinerada.

A ese nivel de consciencia colectiva se suma el nuevo ecosistema de medios potenciados por la disrupción digital. Al individuo le cuesta, cada vez más, aceptar su rol precario dentro de la sociedad al tiempo que las plataformas digitales los torturan con la felicidad de la élite generando un cóctel social explosivo.

El presidente Andrés Manuel López Obrador y su equipo lo saben. La política del resentimiento explorada por el académico Francis Fukuyama en uno de sus últimos libros permite elaborar la hipótesis: el electorado mexicano está votando por venganza frente a quienes considera culpable de su desgracia. Podría ser para algunos poco razonable pero la lógica visceral es contundente.

Los indicadores de exceso de mortalidad por Covid-19 ante la negligencia, el récord de homicidios frente una política condescendiente con el crimen organizado, el manejo conservador de la política económica, la reducción neoliberal del aparato del Estado, la militarización del país y el ataque sistemático a otros poderes no funcionan hoy como argumentos válidos.

Avanzar hacia una democracia más sana pasa por aminorar la brecha de desigualdad. Que los “agraviados”, “resentidos”, “enojados” y “olvidados” se configuren hoy como una mayoría aplastante que busca venganza no es gratuito, sin embargo, el problema resulta explosivo cuando, de manera perversa, la nueva clase política asume que para conservar al poder, todos los mexicanos “ofendidos”, “vejados” y “burlados” tienen que conservar su estatus, de otra manera, la maquinaria electoral deja de tener combustible.

¿La oposición podrá hacer un ajuste?